martes, 8 de marzo de 2005

Tertuliano strikes again

Tras las noticias del día de ayer, y ante la negativa del Tertuliano Enmascarado a, cito,
"escribir una sola línea para ese blog putrefacto tuyo",
fin de la cita, aprovechando un descuido, recupero del archivo del Tertuliano (la papelera, vamos) unos folios llenos de tachones que nos permitirán gozar de la prosa de tan insigne... del tertuliano enmascarado, vamos.

Ustedes perdonen, pero es que con las (pen)últimas noticias, yo es que no tengo la cabeza para postear. De modo que ahí va:

Érase una vez, en un país muy, muy lejano, que había una princesa muuuuuy bella cuyo nombre era la Princesita Decé. Aunque algunos la tachaban de ingenua y un poco infantil, en realidad era una joven (bueno, no tanto) muchacha con mucha, mucha imaginación.

Un buen día, sus papás la enviaron a que estudiase a Europa. Y hete aquí que la princesita conoció a un joven galán, el conde Zinco. Fue un flechazo. El pueblo, contento, no paraba de alabar al joven matrimonio: “qué bella es la princesa” “y qué apuesto el Conde Zinco!”


Los cuentos, qué fonitos...

La princesita Decé tenía una hermanastra, la princesa Marvel. La princesa Marvel, algo más joven que Decé, era sin embargo mucho más querida aún por el pueblo que ella. Probablemente, en este hecho influyera su también exitoso matrimonio con el Marqués de Planeta, que duraba ya varios años y había aportado a la Princesa marvel la estabilidad que todo matrimonio demanda. El Marqués de Planeta gozaba de su pareja, y trataba de que todo el pueblo tuviera acceso –ejem!- a la princesa Marvel, lo cual la convertía en una figura muy popular.

Pero hete aquí que el matrimonio de la princesita Decé empezó a ir mal. Se rumoreaba que el Conde Zinco pasaba mucho tiempo fuera de casa, que si se dedicaba al juego, que si estaba enganchado al sexo (extramatrimonial)... La rotura fue inevitable, y la pobre princesita Decé lloraba desconsolada. “¿Ves cómo te has de ver, por tu mala cabeza?”, la acusaba su hermanastra, “búscate un marido decente como yo, y no cualquier tarambana”. Y la princesita lloraba y lloraba.

Despechada, la princesita hizo lo peor que podía hacer en aquellas circunstancias: comenzó a buscar inmediatamente un nuevo amor, y ya se sabe que las prisas son malas consejeras. En una fiesta conoció a un atractivo extranjero, el Barón de Vid. El Barón la prometió que dominaría grandes territorios, y que la trataría como una reina, y que... La princesita no estaba enamorada, pero pensó que, con el tiempo, podría quizás llegar a amar a aquel extranjero...

Fue un error. Enseguida la princesita se dio cuenta de que tenían muy pocas cosas en común, y de que el Barón tampoco la amaba. Después de un rápido y sucio divorcio, la princesita volvía a estar sola. Y sus admiradores, desolados.
La princesita no sabía qué hacer, hasta que sus padres, los Reyes Warner, le dijeron: “mira, chiquilla, está claro que tu gusto en cuanto a hombres, es más que dudoso. Será mejor que nos encarguemos nosotros”. Y así fue como la princesita se vio envuelta en un matrimonio de conveniencia con el Duque de Norma, un riquísimo cortesano cuyo principal mérito era su dinero.

El Duque de Norma tenía muy claro lo que deseaba de la princesita, y se dedicó a exhibirla por los pueblos del reino... por un precio. Todos aquellos que deseaban ver a su princesita se encontraron con que tenían que pagar grandes cantidades de dinero para acceder a las cenas de gala y las recepciones que el malvado Duque organizaba. El pueblo llano ardía de indignación: “¡Es nuestra princesita, y no podemos verla!”, decían. Pero todo era inútil: el marqués insistía en que una princesita generaba muchos gastos, y las cosas no podían hacerse de otra manera.

Mientras tanto, la otrora princesa Marvel, la hermanastra de Decé, se encontró con que su matrimonio ya no la satisfacía como antes, y se echó en los brazos de un italiano, el Conde Panini, que la colmó de regalos y atenciones. El Conde Planeta, sintiéndose despreciado, volvió los ojos hacia la bella princesita Decé, pensando: si no puedo tener a una, ¡tendré a la otra!” Y comenzó a tirarle los tejos a nuestra princesita, que se debatía por las dudas: ¿Qué haré? ¿Qué haré?’

El sentir de la gente en aquel momento lo resumió un honesto labriego que, en la taberna del pueblo, y tras trasegar varias cervezas, se levantó y, con voz profunda, dijo: “PERO VAMOS A VER, ¡SERÁ POSIBLE VER A LA PRINCESA EN CONDICIONES DE UNA PUTA VEZ, HOMBRE YA?!?”


Gracias, Tertuliano. Anda, tómate algo a nuestra salud...

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